domingo, 25 de diciembre de 2011

Sex on fire 12/13

ROBERT: Hicimos la locura más grande de nuestras vidas. Enloquecimos de la mano confiando en aquello que nos atrevimos a llamar ‘amor’. Las calles de Manhattan retrataron sonrisas y los baños públicos guardaron secretos cargados de efusiva pasión. Éramos el sonido estridente de un batería enamorado de la melodía en las discusiones pero sin duda el mejor de los solos de guitarra en nuestras reconciliaciones. Keith Richards, de habernos conocido se hubiera dado cuenta de que no sabía tocar la guitarra. El tráfico de Manhattan se detenía al vernos pasar, las noches eran nuestras y en cada canción de componía estaba ella, en todas. La deseé con loca devoción y exagerada admiración. 

Fueron decenas de veces las que fuimos de camino a la felicidad embriagados de un falso convencimiento sentimental que nos ataba. 

No había aire más necesario que el del otro hasta que nuestro propio aire y la burbuja que habíamos creado nos empezó a asfixiar. Las escapadas en coche por la interestatal estaban llenas de peleas, bebíamos más de la cuenta o quizás empecé a ser consciente en sus ataques de histeria. Su desequilibrio mental se dejaba caer por momentos matando toda muestra de humanidad en sus actos pero nos desnudábamos cada noche entre las botellas, el humo de sus cigarrillos y el desorden general del piso que reflejaba nuestra relación. Solo nosotros encontrábamos el orden de entre el caos aparente. Nuestros amigos nos decían que no valía la pena. Nos odiábamos algunas noches y nos reclamábamos al día siguiente en la puerta de algún motel de mala muerte a donde hubiera ido uno de los dos para alejarse de la tempestad de nuestro piso en Lower East Side.

Pero hubo un día en que no pudimos más, después de casi un año, una noche pelamos y salió de casa confiando en que mi orgullo me impediría ir a buscarla. Y no fallo. Desapareció sin dejar rastro. Nadie sabía de ella, era imposible localizarla pero sabía que estaba en mitad de Manhattan con su desaliñado y provocativo aspecto y ese semblante duro y distante a modo de escudo contra el mundo al que tanto odiaba. 

Pasaron dos meses. Sí, dos meses. Dos interminables meses que vinieron seguidos de días, semanas, y en definitiva múltiples meses que se fueron sucediendo hasta llegar a los dos años. 







Y ahora, todos siguen sin saber de ella. No he vuelto a coger un micro ni a dejarme caer por ambientes nocturnos. Abandone mi piso en Lower East Side, me rehabilite, entendí que Sharon fue la droga que me estimuló, me alteró y finalmente fue matándome sin compasión hasta que pretendió hacerlo de golpe yéndose. Es curioso, alguien me dijo que cuando amas desesperadamente sientes dolor si te hieren, pero que cuando no es así aunque te empeñes en creer que sí tan solo es rabia la que se apodera de ti. En ese caso, cuando esta se última se va, no te queda nada, solo tiempo perdido y un turbio recuerdo que intentas guardar sin rencor dando las gracias a haber aprendido de tal puñalada. 

Pero en la práctica es operación necesaria para sanarse a uno mismo requiere de ayuda externa, de una luz entre el caos. Esa luz se llamo de nuevo Samanta. Las calles de Manhattan permitieron que nos encontráramos de nuevo y nos dimos una oportunidad. Jamás hablamos de lo pasado anteriormente, aprendí a quererla y ella me perdono aunque no se cansaba de decirme que lo había hecho hace mucho tiempo. 

Escribo canciones para otros cantantes. Compongo letras que hablan de pasión, de momentos efímeros y oportunidades, algunas tienen rabia pero finalizan con un tono esperanzador porque eso es todo lo que he vivido y todo de lo que deseo escribir. Las mañanas de invierno, como esta, Manhattan se llena de estampas heladas y sonrisas que dejan escapar un aire calido que se pierde entre el frío neoyorquino. 

Desayuno con Samanta hablando de expectativas de futuro, de nuestros padres y bromeamos con los nietos que les daremos. Ella es la que principalmente habla, yo la miro saboreando de vez en cuando mi taza de taza mientras sus palabras, que apenas escucho, se mezclan entre los miles de sonidos de un conocido café. Aprecio su rostro y sonrío cada vez que se sonroja, se retira el pelo, pestañea seguidamente, se le cae el azúcar… porque gracias a su simplicidad hoy soy mejor persona. Ella, que creía en la llegada del hombre a la luna, la posible curación de las enfermedades mundiales, el amor y otras sandeces del ser humano en el sumo de su inocencia… me ha devuelto a la vida.

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